Excesiva en su sencillez argumental y en su fantasía disfrazada de historia, Gladiator representa sin embargo mucho más que la segunda mayor taquilla del año 2000. El único péplum ganador del Oscar a la mejor película junto a Ben-Hur (1959), se resiste a ser catalogado como un clásico, porque veinticuatro años después de su estreno permanece igual de vigente, tanto para los actuales estándares de producción como en el corazón de los espectadores, y muy por encima del género que renovó comercialmente. Su tardía secuela no parece por contrario llamada a marcar una época, sino a revolcarse en un Hollywood definitivamente endogámico, con ciento catorce franquicias en activo, trece de diez o más películas, y en el que sólo en 2024 se han estrenado más de cuarenta títulos insertos en algún universo cinematográfico. Cifras de las que el público no podemos quejarnos, por más originalidad que reclamemos, cuando las franquicias van a copar por primera vez en la historia el top diez de la taquilla del año.
Una ola regurgitadora de la que ni siquiera escapa un cineasta de la talla de Sir Ridley Scott, en su tercera revisitación de una franquicia previa, y la segunda de una propia, tras Hannibal (2001) y el truncado díptico de Prometheus (2012) y Alien: Covenant (2017). Ninguna de las cuales colmó del todo sus expectativas, pero al menos habían escapado al mandatorio remake encubierto, si exceptuamos que viene de avalar como productor Alien: Romulus. Pero en origen Gladiator II no respondía al actual ciclo de retro explotaciones, sino que se remontaba directamente al éxito de su primera entrega, tan pronto como en 2001 y de las manos de su mismo director y dos de sus guionistas, David Franzoni y John Logan. Desde el comienzo se plantearon saltar unos quince años, que finalmente han sido veinte, para presentarnos al ya crecido Lucio, hijo de Lucila, en busca de la verdad sobre su padre biológico. Un spoiler que ya nos había reventado Scott mucho antes que el tráiler, adelantando en 2003 que se revelaría como el hijo secreto de Máximo, si es que no quedaba ya suficientemente implícito en la primera entrega.
Aunque entonces no podíamos concebir Gladiator sin Russell Crowe, Oscar al mejor actor mediante. La clave para resucitarle sin arruinar el final de la primera entrega era para él mismo “encontrar un enfoque de ficción histórica”, entiéndase en clave mitológica, construyéndose no en vano la primera película en base a la metáfora del trigal celestial. Que el músico australiano (y novelista), Nick Cave, se tomó mucho más literalmente en su borrador de 2006, disponible online y titulado provisionalmente Christ Killer, en el que Júpiter y otras deidades romanas habrían resucitado a Maximo como un guerrero divino para detener la propagación del cristianismo, regresando a una Roma con Lucio entronizado como nuevo emperador. Y más allá, maldiciéndole con la vida eterna y terminando la película con un montaje a través de las Cruzadas, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Vietnam, hasta encontrarle en el tiempo actual en el Pentágono. La venta de Dreamworks a Paramount ese mismo año encalló definitivamente el proyecto, con el irónico testamento de Crowe parodiando a Zeus, y a sí mismo, en Thor: Love and Thunder (2022).
En su lugar, Gladiator II se presenta como una de tantas “recuelas”: relanzamientos camuflados de secuelas legado, que apenas camuflan su estructura de remake ni su pretensión de emprender una nueva franquicia. La reiterativa y cada vez más desgastada fórmula de Superman: Returns (2006), Star Trek (2009), Tron: Legacy (2010), El origen del Planeta de Los Simios (2022), Jurassic World (2015), Star Wars: El despertar de la Fuerza (2015), Creed: La leyenda de Rocky (2015), Terminator: Destino Oscuro (2019), Bad Boys for life (2020), Cazafantasmas: Más allá (2021), Predator: La presa (2022), Top Gun: Maverick (2022), Alien: Romulus (2024) y una interminable lista. Que en el caso de Gladiator cabe excusar en que ella misma no era a su vez sino un remake encubierto de La Caída del Imperio Romano (1964).
Asumida la obligatoriedad de seguir la cinta original como plantilla, al menos la continuidad visual está más que lograda. Ridley Scott dirige con tanta energía y hasta un punto extra de salvajismo que cuando firmó la primera entrega. Y más si le vuelven a acompañar los mismos diseñadores de producción, Arthur Max, vestuario, Janty Yates, y director de fotografía, John Mathieson, todos ellos nominados por la primera Gladiator a los Oscar, aunque sólo Yates alzara la estatuilla. Pero no basta con sentir que efectivamente hemos vuelto al mismo mundo, cuando en ausencia de los guionistas originales, toda esa maquinaria se pone al servicio de la tercera colaboración de Scott con David Scarpa, tras la plana Todo el dinero del mundo (2018) y la directamente disfuncional Napoleón (2023). En vista de las cuales, los estrechos márgenes de la “recuela” probablemente le sostengan más de lo que le encorseten, pero aún así se queda muy lejos de la intensidad dramática que hacía realmente épicas las batallas de Gladiator.
Claro que cualquier libreto se resentiría de la falta de un protagonista del carisma e iconicidad instantáneos de Máximo Décimo Meridio. Lo que lejos de invalidar el proyecto, se ha tratado de paliar con el regreso de los cuatro personajes supervivientes. Tres con sus mismos intérpretes, Connie Nielsen y Derek Jacobi reciclando prácticamente sus mismas escenas como Lucila y el Senador Graco; y Djimon Hounsou devolviendo al menos a su prometida Numidia a Juba. Aunque convertirle en el protector de la nueva vida de Lucio en su exilio como Jano, contradice el resentimiento de éste hacia su madre, sobre el que se construirá toda su historia de venganza. Sería más creíble de haber retomado su papel Spencer Treat Clark, como ya hiciera en Glass (2019) respecto a El Protegido (2000), salvo que se pretendiera ocultar su identidad, en cuyo caso lo incoherente es reservar durante buena parte del metraje un secreto que ya desvela el tráiler. Sobre todo cuando su reemplazo, Paul Mescal, puede ser considerado un actor de moda tras su nominación al Oscar por Aftersun (2022), pero es igual de inhabitual en los blockbusters. De hecho, los ejecutivos de Paramount, Daria Cercek y Michael Ireland, reconocen que lo que les convenció fueron las numerosas escenas en que se quitaba la camiseta en las representaciones de Un tranvía llamado deseo en el West End londinense, y más concretamente la electrizante reacción de las mujeres entre el público. Que es diametralmente lo contrario a lo que representaba Crowe, por más que se apele a su legado. Puede que la visión de Lucio de su esposa (May Calamawy) llegando a la laguna Estigia, sea el único vestigio de la frustrada secuela mitológica. Pero aunque nunca llegáramos a conocer a la mujer de Máximo, y por más que Lucio vista su coraza e imite su gesto al recoger la arena, y por más que el compositor Harry Gregson-Williams (Marte), lo subraye apelando a los ecos de su mentor, Hans Zimmer, no es más que un pobre remedo de la motivación que representaba para aquél reencontrar a su familia en los campos Elíseos. Vaciando una venganza sin sentido ni objetivo, por más que haya que aplaudir el esfuerzo físico de Mescal en cada combate.
Las nuevas incorporaciones tampoco ocultan su función de sustitutos, pero se agradece que invirtiendo sus roles aparentes para desperezarnos de la mera repetición de lo ya conocido. Al liderar el espectacular ataque naval a Numidia, el siempre sólido Pedro Pascal convierte a Acacio en el objeto de la venganza de Lucio, que la persigue hasta la arena del Coliseo por la misma ruta que siguió su padre. Mientras Denzel Washinghton presenta a Macrino como el sucesor del Próximo de Oliver Reed, pero en lugar de ejercer de mentor, manipula la ira de su nuevo gladiador en su propio beneficio, hasta que es Acacio quien acaba encumbrándose como el verdadero sucesor de Máximo. Aunque los giros de guión son tan mecánicos y tan dirigidos, y el desarrollo de personajes tan preestablecido, que se acaban percibiendo como atajos, y sólo un actor del oficio Washington sea capaz de componer un verdadero personaje en su incoherencia, y hasta Pascal acaba diluyéndose casi se diría que en otra película. Joseph Quinn (que pronto se reencontrará con Pascal en Los Cuatro Fantásticos) y Fred Hechinger parodian por partida doble el cliché del emperador loco, sin más motivación para la maldad de Geta y Caracalla que su propia locura, donde sí podíamos sentir el dolor y la enfermiza búsqueda de amor del Cómodo de Joaquim Phoenix. Al menos apelan al lado más camp del péplum con tal desmedida que logran ser divertidos, aunque a costa de ridiculizar el evidente paralelismo entre la decadencia del sueño de Roma y la del Sueño Americano. E incluso de inutilizar el sacrificio de Máximo, si el estreno de la película no hubiera coincidido con el regreso del no menos histriónico César Trump al trono estadounidense.
Sería excesivo hacer bajar a otro emperador a la arena del Coliseo, de modo que se disocian las tramas de la venganza y la restauración de Roma. Al tiempo se potencia el espectáculo, con aciertos tan disfrutables como la naumaquia o excesos puntuales como las poco convincentes fieras infográficas, que pretendiendo superar los tigres de la primera entrega, sólo logran que los añoremos. Porque no es lo mismo aumentar la escala que el impacto, cuando se desequilibra la fórmula original y cada línea ya no confluye en la apoteosis del duelo final, sino que simplemente se van turnando sin permitirse eclosionar mutuamente. El peaje de la venganza se queda corto, para acabar tratando de trascender en el nivel político y sacar el desenlace del Coliseo. Aunque casi más para saldar las cuentas pendientes de Máximo, que porque le quede nada más que aportar a la propia película.
Con el añadido de que el peplum siempre ha sido más un género de tópicos que verdaderamente histórico. Pero que al tratar con personajes que sí lo son, y forzarles a una continuación más allá de su final natural en la primera entrega, cae directamente en la historia-ficción. Ni Annia Aurelia Galeria Lucila ni su hijo Lucio, sobrevivieron en la historia real a la paranoia conspirativa de Cómodo. Más aún, Lucio era hijo y lleva el nombre de Lucio Vero, coemperador de su abuelo Marco Aurelio, con lo que extraña que el doble príncipe sólo se remonte a su línea materna. El propio Acacio, como segundo marido de Lucila, parece construido a imagen de con Claudio Pompeyano, a quien Marco Aurelio pretendió designar como César y sucesor a la muerte de Lucio Vero, y después los sucesores de Cómodo, Pértinax y Didio Juliano, rechazando hasta tres veces el trono, como el propio Máximo. Geta y Caracalla no fueron coronados hasta once años después de lo que se muestra en la película, tras la muerte de su padre Septimio Severo, y apenas compartieron el mando poco más de un año de guerra fría entre ambos hasta que fue Caracalla quien asesinó a Geta, y siguió gobernando otros seis años hasta que fue depuesto efectivamente por Macrino. Pero éste no tenía nada que ver con el circo, sino que era un prefecto pretoriano de origen noble, y gobernó como emperador durante dos años. Tampoco tiene demasiado sentido que Lucio se exiliara en una provincia romana como era Numidia, ni que Roma volviera a conquistarla doscientos cincuenta años después de hacerlo en la Tercera Guerra Púnica. Y si alguna vez se pudo celebrar alguna naumaquia en el Coliseo, habría sido en todo caso antes de construirse sus galerías subterráneas un siglo antes, y en ningún caso se habría inundado con el agua salada que necesitarían los tiburones. Aunque muchos de los sanguinarios tópicos que asociamos con los gladiadores surgen en realidad de las naumaquias, para las que se construyeron al menos tres lagos distintos a las afueras de la Ciudad Eterna. Sí resulta refrescante el retrato multiétnico del imperio, aunque Geta y Caracalla eran de ascendencia afrosiria mixta y Macrino un bereber, de sorprendente acento neoyorquino.
No es que nada de ello importe, más que por la curiosidad de conocer la verdadera historia y el morbo de hacia dónde seguirán alterándola de continuar la saga. Pero en todas sus licencias, Gladiator II es coherente con el imaginario del péplum. Sus aciertos y errores de son mucho antes cinematográficos, y se derivan en último término de la búsqueda sistemática de refugio de la industria y de los propios espectadores, en la seguridad de su catálogo pasado. Incluso cuando se trata de regresar a una historia que ya estaba perfectamente cerrada. Dado que la taquilla del fin de semana del estreno le ha acompañado, Scott ya avisa que en Gladiator III, Lucio afrontará la tarea de continuar con una reputación que no quiere. Lo que casi parece un comentario sobre porqué elevar la película original al altar de la nostalgia, sólo ha acabado convirtiendo literalmente el Coliseo en su tumba.
Aún no he terminado de leer (y de comprar) todo The Expanse pero a esta nueva trilogía me subo a…